Mientras las tormentas
eléctricas azotaban la pradera en el este de Montana poco después de las siete
de la mañana del 2 de agosto de 2017, Audemio Orózco Ramirez ya había estado despierto
y conduciendo hacia el sur por un par de horas. Estaba haciendo el viaje de
cuatro horas a Billings desde Vida, el pequeño pueblo donde había estado
trabajando como trabajador de rancho por casi cuatro años. Audemio, en ese entonces
44, y su esposa, Amparo, 37, vivían en un rancho, dentro de una casa de un solo piso
con un porche amplio. Con ocho niños en la casa, apenas cabían, pero ellos habían
soportado peores condiciones en las dos décadas desde que habían cruzado la
frontera por San Diego juntos con su hijo, Juan Luís. Antes de este trabajo,
habían vivido en un remolque desmoronado en Sidney, Montana, a la vista de un área
de ganado. Era marginalmente mejor que las chozas donde dormían los
trabajadores migrantes cuando solían venir de México para desyerbar los campos
de remolacha azucarera. No tenían ni una hoja como sombra, y el sol solía
convertir el remolque en un horno. El agua, que no se atrevían a beber, salía de
la llave con color café.
En Vida, los niños tenían todo un rancho para caminar, como Audemio cuando era niño en Michoacán. En aquel entonces, Audemio y sus hermanos escalaban las montañas que se disparaban hacia el cielo desde la cima del bosque. Cazaban javelinas y codornices y se comían los mangos de los árboles. Audemio se sentía orgulloso de poder recrear un pedazo de su infancia para sus hijos. Les enseñaba a montar caballos, a manejar ganado, a asar chivos para la birria y, más importantemente, a trabajar. Aquí, en la zona rural de Montana, estaba criando a sus hijos con buena educación, con lecciones sobre los valores que él esperaba que les trajeran éxito en la escuela, en el rancho y en cualquier otro lugar.
Los Orózcos se llevaban bien con los dueños del rancho, Rob y Carla Delp. Con un hijo en la universidad y el otro en casa, los Delps incluso le habían dado su propia casa a Audemio y Amparo y se habían mudado a un remolque al lado de la casa. El hijo menor, Brett, estudiaba en el mismo grado que Juan Luís, y los dos chicos se habían convertido en muy buenos amigos. Jugaban en el equipo de fútbol americano de Circle High School y ayudaban a sus padres a trabajar cuando salían de estudiar. Audemio tenía un buen amigo en la finca: un hombre llamado Alejandro de origen de Nayarit, México que venia por unos meses cada año gracias a una visa para trabajadores agrícolas temporales. A Audemio le gustaba tener a alguien con quien conversar en español y tomarse un par de cervezas frías después de un largo día laboral, aunque la presencia de Alejandro era un recuerdo constante del peligro que su propia familia corría. A diferencia de Alejandro, Audemio y Amparo eran “indocumentados”, o en palabras de Audemio, “sin papeles.” Bajo la terminología oficial del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas, eran “extranjeros ilegales,” y Audemio ya estaba bajo su supervisión.
Desde que cruzo por primera vez 1993, Audemio había sido arrestado y deportado varias veces, más recientemente en el 2011. Como consecuencia, fue oficialmente prohibido volver al país por 20 años y también recibió una orden de expulsión rápida, lo que significaba que ICE podría arrestarlo y deportarlo en cualquier momento. Sin embargo, después de su ultimo arresto y detención, en octubre de 2013, Audemio había sido puesto en libertad y desde entonces había vivido bajo una “orden de supervisión.” La orden de supervisión le permitía seguir trabajando y manteniendo a su familia mientras esperaba que su abogado determine si había un remedio legal para su caso migratorio. No estaba obligado a ponerse un monitor de tobillo, como miles de personas lo hacen bajo órdenes de supervisión, y entonces no había nada en su vida diaria que le recordaba de que estaba viviendo una vida prestada. La única inconveniencia significativa era tener que hablar con agentes de ICE cada mes en Billings. Era una obligación a la que nunca faltaba, aunque le tocaba conducir por cuatro horas o viajar ida y vuelta desde Sidney en un vuelo subsidiado por el gobierno. Las citas se habían vuelto tan rutinarias que Audemio se comenzó a confundir sobre su estado migratorio. Él sabía que no tenía una visa, pero sí tenía un permiso federal de trabajo, que incluía una tarjeta de identificación con foto, emitida por el gobierno. Y cada mes, entraba por la boca del lobo deportador, se presentaba ante ICE, y luego volvía a salir. En su mente, él no se creía exactamente “ilegal.”
A medida que pasaban los años y mientras sus hijos crecían, Audemio ocasionalmente se permitía imaginar que él había caído en una especie de limbo migratoria que podría durar para siempre. Cuando subió a cuatro de sus hijos a la troca y manejo hacia Billings para su cita mensual en esa mañana lluviosa de agosto 2017, su ilusión fue reforzada por una política del gobierno de Obama que había detenido acción en casos migratorios no criminales como el de Audemio. En 2012, durante el momento más alto de deportaciones, el Departamento de Seguridad Nacional deportó a 419,000 personas, una cifra tan alta que el presidente Donald Trump aún no la ha superado. Durante el primer mandato del presidente Barack Obama, el cumplimiento agresivo de la ley migratoria nunca lo ayudo a acercarse a una reforma migratoria, pero si le gano el apodo de “Jefe Deportador”, una mancha en su imagen progresista. Obama trató de borrar las críticas de la izquierda en su segundo mandato al instruir a ICE que se enfoque en contra de “extranjeros criminales,” aquellos que habían cometido crímenes mayores como delitos de drogas, crímenes violentos y conducir bajo la influencia de alcohol. Bajo la nueva orientación, ICE dejó solos a los inmigrantes sin registros criminales como Audemio, incluso si sabía dónde encontrarlos.
Apenas cinco días después de su inauguración, Trump emitió una orden ejecutiva que esencialmente le ordenaba a ICE tomar medidas contra todos los inmigrantes indocumentados en record, tanto criminales como no criminales. En el caso de Audemio, la orden de Trump incluía una provisión que le instruía a ICE concentrarse en deportar a inmigrantes con órdenes de expulsión. Los Orózcos no le prestaban mucha atención a la política, pero si habían escuchado la fuerte retórica anti-inmigrante de Trump, y eso los ponía nerviosos. Pero aún así, no sabían que en respuesta a las directivas de la política migratoria del presidente, ICE intentaba “aumentar sus números de deportación persiguiendo a los más fáciles, en particular a los inmigrantes que se presentan a las ‘citas’ regulares programadas con oficiales de ICE,” como reportó el Washington Post ese año. Durante los primeros siete meses del mandato de Trump, ICE arrestó a casi tres veces más inmigrantes indocumentados sin registro criminal que en el mismo período del año anterior, más de 28,000en total.
Bajo la falsa seguridad de las prioridades de la administración de Obama, Audemio había podido ver a Juan Luís pasar por la escuela secundaria, hasta el día en que cruzó el escenario para aceptar su diploma, portando una gorra azul con una borla platina. En unas pocas semanas, Juan Luís se iría a estudiar tecnología automotriz en una universidad comunitaria en Miles City. Audemio pasó por Miles City esa mañana mientras conducía hacia a Billings, siguiendo los contornos trenzados del río Yellowstone en la carretera interestatal 94, con terrenos de alfalfa a un lado de la carretera, y areniscas y terrenos baldíos al otro lado. Miles City no quedaba muy lejos de Vida, y Juan Luís, 19, quien estaba sentado adelante, podría volver a casa los fines de semana. Miguel, 15, Jessica, 13, y Audemio Jr., 8, estaban sentados atrás. (Karina, 17, su hija mayor; Yajaira, 11; Brian, 4; y Brayden, un bebé, estaban con su mama.) Poco antes de las nueve de la mañana, cuando llegaron al estacionamiento afuera del edificio federal donde quedaba la oficina de ICE, Audemio hizo algo inusual. Sacó todo el dinero de su billetera y se lo entregó a Juan Luís. El joven miró con preocupación a su padre. “¿Esto para qué es?” le preguntó. “Nunca sabes qué va a pasar con esta gente,”le dijo Audemio. Él se bajó de la camioneta con Miguel y se dirigieron hacia las oficinas.
Juan Luís se había quedado con los dos menores. Después de un rato, escuchó un golpeteo en la ventana y cuando levantó la mirada, vio a dos agentes federales vestidos de civiles parados afuera de la camioneta. Miguel estaba entre ellos dos, llorando. Juan Luís abrió la puerta y salió. “¿Tienes 18 años?” le preguntó uno de los agentes. “Sí”, respondió. Le pidieron a Juan Luís presentar su identificación para poder confirmar su edad, y como Miguel era menor de edad, obligaron a que Juan Luís firmara un formulario antes de dejar que el niño se fuera con su hermano. Cuando ya se había subido a la camioneta, Miguel le contó a sus hermanos lo que había sucedido. En las oficinas, los agentes de ICE le habían dicho a Miguel que necesitaban hablar a solas con Audemio. Sacaron a Miguel del cuarto donde Audemio normalmente se registraba, y cerraron la puerta detrás de él. Miguel había oído el clic de la cerradura. “Vamos a deportar a tu padre,” le dijo uno de los hombres a Miguel. “No volverás a verlo, así que si quieres, puedes despedirte.” Dejaron a Miguel entrar al cuarto, donde Audemio estaba sentado y esposado. Mientras abrazaba a Miguel, lágrimas derramaban por las mejillas de Audemio. “No te preocupes, mijo,” le dijo Audemio al niño. “Al rato nos vemos.”
Se podría argumentar que Audemio puso sus problemas en movimiento en 1993 cuando le pagó a un coyote 300 dólares para ayudarlo a cruzar la frontera de Tijuana, cuando era un joven de 20 años buscando aventuras y buen sueldo en las huertas de frutas y almendras de California. Cruzó de un lado a otro entre México y los Estados Unidos varias veces ese año y dice que fue arrestado en ocho ocasiones, pero nunca oficialmente deportado. Las cosas eran diferentes entonces. Las consecuencias de ser atrapado rara vez significaban más que un viaje gratis a la frontera. Para Audemio, como para millones de trabajadores mexicanos, lidiar con el sistema migratorio oficial era una forma de vida.
Después de pasar un año cruzando la frontera, Audemio regresó a Michoacán con sus ganancias. Se enamoró de una joven llamada Amparo Ángel que trabajaba en un restaurante en La Huacana. Se casaron, y poco después, Amparo dio a luz a Juan Luís. Antes de que Juan Luís cumpliera un año, Audemio llevó a su familia nueva hacía el norte en un viaje de dos días en autobús a Tijuana, donde la pareja le pagó a un coyote 2,000 dólares para guiarlos a cruzarla frontera. Habían encargado a Juan Luís con una pareja que tenía visas, y que reclamo al infante como suyo al pasar por el control de la Patrulla Fronteriza en San Ysidro, California. Audemio y Amparo recogieron a Juan Luís a salvo en el otro lado, uniéndose a millones de familias indocumentadas que viven el lado oscuro del sueño americano.
Durante la próxima década, Audemio encontró trabajo como electricista, mecánico, recogedor de frutas, soldador y conductor de tractor. Viviendo en Merced, California, donde Amparo dio a luz a cinco hijos, la familia se entremezclaba fácilmente con la gran población de chicanos e migrantes hispanohablantes. Pero estaban construyendo una vida sobre una base frágil, y todas sus pretensiones de seguridad fueron destrozadas en septiembre 2011 cuando ICE allanó un campo en el Condado de Mariposa donde estaba trabajando Audemio, recogiéndolo a él y a varios otros y deportándolo ese mismo día por la frontera con California. Durante las siguientes seis semanas, Audemio fue detenido tres veces mientras intentaba cruzar la frontera, una vez con un pasaporte mexicano falsificado y una visa de turista B-2 en el carril peatonal de San Ysidro. (Él había entregado fotos de pasaporte, firmado documentos que parecían oficiales y había pagado casi 600 dólares por los documentos falsos, que él creía que eran reales). Luego de estas cuatro deportaciones en un corto período, Audemio fue prohibido de poder reentrar al país por 20 años. Con las órdenes de expulsión en su registro, él probablemente no tendría oportunidad de un caso de migración legal. Fue un problema para Audemio, pero no era insuperable. A principios de diciembre, ya había encontrado otro hueco en la frontera y se había reunido con Amparo y los niños.
Sin embargo, si hay una fecha precisa en que todo se volvió irreparable para Audemio, es el 2 de octubre de 2013. Ese tiempo, Audemio ya había mudado a su familia de nueve personas a Sidney, donde había encontrado trabajo manteniendo casas alquiladas por trabajadores petroleros en la frontera de Montana con Dakota. Esa mañana, iba en camino al trabajo, sentado en el asiento pasajero de la camioneta de un compañero de trabajo, cuando un policía de Sidney detuvo al conductor por exceso de velocidad. El oficial también exigió la identificación de Audemio, aunque no tuvo nada que ver con la violación. Sintiéndose en riesgo, Audemio protestó lo mejor que pudo con su inglés entrecortado, pero finalmente entregó una carta de identificación del estado de Washington, donde había estado viviendo con su familia por un breve tiempo antes de mudarse a Montana.
El oficial se retiró a su coche de policía y regresó después de unos minutos con un teléfono celular y se lo entregó a Audemio. Un hombre comenzó a hacerle preguntas: ¿Tenía papeles Audemio? ¿Vivía legalmente en los Estados Unidos? El hombre dijo que era un agente de la Patrulla Fronteriza y Audemio confesó que no tenía papeles. El oficial de Sidney detuvo a Audemio hasta que un agente de la estación más cercana de la Patrulla Fronteriza llegara para detenerlo. (California, Illinois y muchas municipalidades en todo el país han implementado políticas que limitan la colaboración entre la policía local y autoridades migratorias federales; otros estados, como Arizona, Alabama y Georgia, han aprobado leyes que le otorgan a autoridades locales mayor libertad para investigar sospechas de violaciones migratorias. En cuanto al oficial de Sidney que interrogó a Audemio, parece haber estado operando fuera de su autoridad. Según la Alianza de Justicia para Inmigrantes Montana, “La policía local o la Patrulla de [Caminos de] Montana no son funcionarios de inmigración. Ellos no están autorizados por la ley para investigar o detener a personas por su estatus migratorio, y no tienen derecho a hacer preguntas sobre su estatus migratorio.”)
Agentes de la migra transportaron a Audemio a dos cárceles diferentes en el transcurso de dos días, hasta que él llegó en la tarde del viernes 4 de octubre al Centro de Justicia Criminal del Condado de Jefferson en Boulder, Montana, a más de siete horas de Sidney. Le entregaron un pantalón naranja y una camisa naranja, una cobija gris, una sábana azul, una toalla y una toallita, y calcetines de color naranja. Cuando el carcelero colocó a Audemio en una celda grupal llamada A-Pod, les dijo a los nueve reclusos en la celda que Audemio era un inmigrante que iba a ser deportado. Audemio tendió su cama en la única litera vacía y examino a sus nuevos compañeros. Se sentía asustado de ellos. Él entendía mucho inglés, pero no podía hablar más que unas pocas frases. Nadie en su celda hablaba español, ni tampoco los dos guardias, quienes no parecían estar portando uniformes oficiales. La ropa de los guardias confundía a Audemio. No podía distinguir para cual agencia trabajaban o qué nivel de autoridad poseían. Tampoco sabía que según las regulaciones del DHS él tenía derecho a estar en contacto con una organización de servicios migratorios, y nadie se lo había dicho.
Dos de los hombres parecían estarlo mirando de reojo, haciendo gestos lascivos y riéndose. Quizás sabiendo que Audemio estaba a punto de ser deportado, lo vieron como alguien fácil. Un hombre alto y escuálido con un cuello largo parecía ser el líder del grupo. Audemio sintió que los otros le tenían miedo. Cuando ya se acercaba la hora de acostarse, el hombre flaco les pidió una taza de café a los guardias, y ellos se lo trajeron. Audemio se tomo dos tazas, luego llenó su vaso por tercer vez, y lo dejó afuera para beber después de que se duchara. Cuando regresó del baño, se tomó su café e inmediatamente se sintió soñoliento. Después de un rato, se había dormido.
Audemio se despertó en medio de la noche boca abajo en su cama, boqueando por aire, incapaz de mover sus piernas o sus brazos. Sus piernas estaban fuera de la cama, de modo que él casi estaba de rodillas en el suelo. Alguien estaba encima de él, y él sintió la dolorosa sensación de haber sido penetrado por el ano. Quiso liberarse, pero lo habían amarrado por sus pies y sus manos. Intentó mirar por encima de su hombro a los asaltantes, y solo pudo ver brevemente las siluetas paradas alrededor de la litera antes de que alguien empujara su cara en la almohada. Se estaba asfixiando y pensó que podía morirse. Se asfixió y se desmayó sin poder haber gritado.
En la mañana siguiente, Audemio se despertó completamente vestido. Sentía un dolor agudo en su abdomen y podía sentir la humedad en la parte trasera de sus pantalones. Se sentía mareado, seguro de que alguien había drogado su café la noche anterior mientras él se duchaba. En el baño, sintió algo desaguarse de su recto y supuso que era semen. No le contó a nadie lo que había sucedido porque, como más tarde le menciono a los investigadores, no había nadie en quien podía confiar: nadie hablaba español, y los guardias parecían tenerle tanto miedo a los reclusos como él.
Durante otros dos días más en A-Pod, Audemio pasó las noches sentado en su litera con su espalda a la pared, agarrando una cuchara afilada en cada puño.
Antes de ser violado, Audemio hubiera seguramente sido deportado. Ni siquiera tenía derecho a ver a un juez debido a su previa orden de expulsión, pero el asalto sexual lo hizo elegible para una categoría especial de visa para víctimas de crímenes. La Visa U fue creada como parte de la Ley de Protección de Víctimas de Tráfico y Violencia de 2000 para a ayudarle a las autoridades a investigar el trafico sexual, asaltos sexuales, violencia doméstica y otros crímenes violentos. La idea es simple: proteger a víctimas que son inmigrantes indocumentados y a sus familias de ser deportados los hace más propensos a ayudarle a las autoridades policiales, aumentando la probabilidad de que criminales sean arrestados. Audemio hubiera sido un buen candidato para la Visa U en 2013, o al menos para un lugar en la lista de espera, que ahora tiene a 128,000 personas, si las autoridades del Condado de Jefferson o de ICE hubiesen estado dispuestos a certificar su aplicación. Ellos se negaron.
El problema era que para completar una solicitud para la Visa U, un oficial tiene que completar un formulario de “certificación” que declara que el solicitante ha sido víctima de un delito calificado, que tiene información que podría ser útil para los investigadores, y que está cooperando con la investigación. En el caso de una persona quien se escapa de una red de tráfico sexual o de una víctima de violencia doméstica, la relación entre la víctima y la policía es sencilla, pero ¿qué sucede cuando ocurre un delito bajo la protección de la agencia certificadora?, como sucedió en el caso de Audemio. Si el Condado de Jefferson hubiera certificado la solicitud de Visa U de Audemio, habría admitido indirectamente que hubo una violación en su cárcel. Eso hubiera sido una admisión de no cumplir con los protocolos de la Ley para la Eliminación de Violaciones en Prisión de 2003, que incluye una “meta de mantener separados a los reclusos que corren un alto riesgo de ser victimizados sexualmente con aquellos con alto riesgo de ser abusivos sexualmente.”(Los reclusos “detenidos únicamente por propósitos de migración civil” pueden ser considerados de alto riesgo según el criterio de la PREA. Notablemente, dos de los reclusos en la celda de Audemio eran felones condenados que habían sido obligados a inscribirse en el registro estatal de delincuentes sexuales o violentos.) Además, ICE hubiera tenido que admitir que contrata con cárceles que no pueden garantizar la seguridad de inmigrantes detenidos, a pesar de haber implementado una política de “cero tolerancia” años antes para prevenir tales incidentes y castigar instalaciones contratadas que no cumplen con las reglas de la agencia. Los funcionarios de el Condado de Jefferson y de ICE no solo se negaron a certificar la solicitud de Visa U de Audemio, sino que también negaron que la violación había ocurrido.
Audemio no había reportado la violación hasta tres días después, cuando lo llevaron a otra estación de ICE en Rigby, Idaho. Una agente de ICE que hablaba español llamada Blanca Chapa se preocupo suficientemente que ella lo envió de inmediato al Centro Médico Regional del Este de Idaho, donde una enfermera le hizo una entrevista forense y un examen físico. Ella le midió el pulso a Audemio en 122 latidos por minuto, aproximadamente lo que esperaría de una persona saludable como Audemio después de unos minutos de trote. Usando taquigrafía médica, ella escribió: “Pte está lloroso, parece avergonzado, mira hacía las manos y el piso durante la entrevista.” Ella escribió que los síntomas de Audemio—sensibilidad e inflamación en su ano—eran “consistentes [con] penetración rectal.”
La enfermera le entregó su informe, análisis de sangre, fotos digitales e hisopos de los genitales y el recto de Audemio a un detective de ICE, quien los envió por UPS entrega al día siguiente a la cárcel del Condado de Jefferson. Ese mismo día, ICE contactó a las autoridades del Condado de Jefferson para informarles del incidente. Los carceleros pudieron recuperar la ropa y las cobijas aún sin lavar de Audemio, que pueden haber contenido pruebas cruciales del ADN de los atacantes. Le dijeron al sheriff del Condado de Jefferson—quien ya había abierto una investigación oficial—que revisarían las imágenes de la cámara de seguridad durante la estancia completa de Audemio.
El 10 de octubre, Audemio fue trasladado de vuelta a Montana, donde pasó por una oficina de ICE en Helena en camino a la cárcel del Condado de Cascade. En la oficina de ICE, fue entrevistado por un investigador del Condado de Jefferson y un agente de ICE, mientras Blanca Chapa traducía por altavoz desde Idaho. Mantuvieron a Audemio esposado, como si él fuera un sospechoso y no la víctima. Mientras describía su violación, Audemio se descompuso y lloró. Preguntó por el abogado que él había contratado con la ayuda del consulado mexicano en Boise, Idaho, pero los agentes le dijeron que su abogado no estaba disponible.
No era cierto. De hecho, Shahid Haque, un abogado de inmigración en Helena, Montana, si estaba en cercanía, pero no fue permitido ver a Audemio hasta después de que la entrevista terminara. En medio de la cobertura mediática sobre el caso de Audemio—era gran noticia el supuesto asalto sexual de un deportado mientras estaba bajo la custodia del gobierno—se especuló que Audemio había inventado la violación con el propósito de obtener una Visa U. Haque me dijo que Audemio ni siquiera sabía qué era una Visa U cuando reportó el incidente. En ese entonces, su preocupación más urgente era obtener los profilácticos de VIH que le habían recetado en Idaho.
Una semana después, Haque aseguró la liberación de Audemio bajo una orden de supervisión. En los próximos meses, Audemio se ofreció en repetidas ocasiones para asistir con la investigación (para revisar fotografías de archivo policial o una alineación, para comentar sobre el testimonio de sus compañeros de celda), pero no volvió a recibir respuesta de los investigadores. Aún más preocupante, cuando Haque adquirió el video de la cámara de seguridad a través de una orden judicial, descubrió que habían espacios en la noche del asalto de casi tres horas y media en total, incluido un bloque de dos horas de 2:13 a 4:10 a.m. que coincidía con la estimación de cuándo había ocurrido la violación según Audemio. El fiscal del Condado de Jefferson, Matthew Johnson—quien peleo contra los esfuerzos de Haque para obtener la evidencia, alegando que su publicación pondría en riesgo la investigación abierta—dijo que los huecos se debían a que las cámaras eran sensibles al movimiento y se apagaban cuando no había actividad en la celda. “Cuando el video salta,”escribió Johnson en un correo electrónico a Haque del 7 de noviembre de 2013, “es porque no hubo movimiento por un período de tiempo.” Fue una marca roja: el video del pod donde estaba Audemio se corta por primera vez a las 10:30 pm, mientras las personas todavía están moviéndose y siguen muy despiertos.
Haque comenzó a preocuparse de que el Condado de Jefferson estuviera involucrado en un encubrimiento. Con la ilusión de que una exposición pública pudiera forzar la mano del Condado de Jefferson, Haque le entregó el video a John S. Adams, un reportero del Great Falls Tribune, quien contactó al fabricante de las cámaras de seguridad de la cárcel. En su artículo, Adams escribió: “un especialista técnico de Pelco... dijo que no tiene sentido que el DVR, activado por movimiento, dejaría de grabar por sí solo cuando hay movimiento claramente visible.” En otras palabras, la explicación de Johnson no tenía sentido, y aunque luego le suministraría más video a Haque para completar algunos de los huecos, nunca fue obligado a suministrar las imágenes de la ventana crítica de 2:13 am a 4:10 am.
Audemio y Haque esperaron durante un año y medio por los resultados de la investigación del Condado de Jefferson, esperando al menos que reconozcan el delito, lo que obligaría a que el condado o ICE certifique la solicitud de Audemio para la Visa U. En 2015, con la investigación aparentemente archivada, Haque presentó una demanda civil alegando que el Condado de Jefferson había violado los derechos constitucionales de Audemio al detenerlo de manera punitiva y en condiciones inseguras, lo que le ocasionó “grave y severa angustia emocional.” Dos semanas después, como si en el momento justo, Johnson finalmente le envió un correo electrónico a Haque con los resultados de la investigación: “Mi revisión de este caso concluye que no hay pruebas suficientes para respaldar las alegaciones de [Audemio],” escribió. “La investigación y una segunda investigación realizada por Seguridad Nacional,”—DHS cooperó en la investigación del Condado de Jefferson y había llevado a cabo una investigación propia—”concluyen que no hubo encubrimiento, video no fue eliminado ni bloqueado, y no hubo un delito cometido contra [Audemio]. Por lo tanto, el caso será cerrado.”
Sin embargo, en noviembre de 2016, unas pocas semanas después de la elección de Trump, el Condado de Jefferson acordó pagarle a Audemio 125,000 dólares en un acuerdo, pero sin tener que admitir responsabilidad por el asalto. “Eso para mí es una indicación de que sabían que habían hecho algo mal”, me dijo Haque el pasado mes de mayo en su oficina en Helena. Mientras hablábamos, ocasionalmente aspiraba un cigarrillo electrónico, expulsando nubes de vapor en la habitación. Su trabajo para inmigrantes le había ganado un premio de la American Civil LibertiesUnion el año anterior, pero también había provocado la hostilidad de grupos de derecha que lo atacaban por internet y, ocasionalmente, en manifestaciones públicas. Parecía estar cansado por el trabajo y por la invasión de su privacidad, pero también parecía estar desafiante. “No puedo creer que nuestro sistema haya permitido que todo esto suceda y luego deportarlo, y no había nadie en el camino que lo ayudo en absoluto, en todo el sistema,” dijo. “Es una vergüenza que puedan pagar 125,000 dólares pero no puedan firmar esta Visa U. No podían simplemente admitir que esto le pasó a él.”
Poco después del arresto de Audemio, Amparo huyó de Montana a otro estado con seis de los niños, dejando atrás solo a Karina y a Juan Luís. Con Audemio encarcelado en un centro de detención contratado de ICE en Aurora, Colorado, ella tuvo que preocuparse por la publicidad de su arresto y por su propio estado indocumentado. Permanecer en el mismo lugar podría traer a ICE a su puerta, y luego, ¿qué harían sus hijos? La administración de Trump había dejado claro que no vacilaría en separar a padres indocumentados de sus hijos ciudadanos.
Karina había quedado embarazada durante su segundo año de preparatoria. A los 16 años había dado a luz a una hija, y ahora vivía sola en Sidney con su novio que trabajaba en los campos petroleros. Juan Luís rápidamente había quedado solo. Tenía 19 años y era todavía indocumentado, aunque Shahid Haque había logrado inscribirlo en el programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA), que lo protegería de ser deportado al menos hasta noviembre de 2019.
Más alto que Audemio, tímido y guapo, con un ligero bigote que no lo dejaba parecer más viejo que sus 19 años, Juan Luís había recién acabado el mejor año de su vida. Su equipo de fútbol americano había tenido una gran temporada, le había ido bien en la escuela, tenía un gran grupo de amigos e incluso llevó a una muchacha bonita a la fiesta del fin del curso. Pero a Juan Luís le molestaba ver cuántos jóvenes de la escuela apoyaban la virulenta retórica anti-migratoria de Trump. “Me dolió. Oí mucho de, ‘Saquen a los ilegales de aquí... construyan el muro.’ Fue un poco intimidante,” me dijo en julio en la casa de Karina en Sidney.
Escuchar a la gente hablar de esa manera en el pequeño pueblo donde él pensaba que era aceptado hacía que Juan Luís se sintiera dolorosamente fuera de lugar por primera vez en su vida. “Desde que entró Trump, toda esta gente que se escondía en las sombras, la gente racista—nunca pensabas que verías a tantos,” dijo. Hacia el final de su preparatoria, Juan Luís había considerado unirse a la Guardia Nacional de Montana, pero dado su creciente conciencia del racismo en su comunidad, decidió no seguir con el plan. “Quería ir a luchar por este país, pero luego sale esta mierda,” dijo, “y tú como que te rebelas contra eso. No quieres pelear. Ellos no te merecen.”
Pensando que su padre volvería pronto, Juan Luís decidió seguir adelante con su plan de mudarse a Miles City para estudiar en el colegio comunitario. Una amistad familiar lo ayudó a encontrar alojamiento y a comprar las herramientas que necesitaba para sus clases de mecánica. Juan Luís había aprendido todo lo que sabía sobre autos de Audemio, quien podía intercambiar motores enteros y diagnosticar problemas con solo escucharlos. Audemio podía hacer esto a pesar de no haber recibido ningún entrenamiento formal. Parecía ser capaz de hacer casi cualquier cosa, desde la doma clásica hasta la renovación del alambrado de una casa. Pero a veces la falta de educación le traía problemas, como cuando le tocaba manejar maquinaria agrícola con sistemas informáticos complejos. Audemio siempre le decía a Juan Luís que tomara en serio su educación—la posibilidad de darle a Juan Luís las oportunidades que nunca había tenido era lo que había motivado a Audemio a llevarlo al otro lado en primer lugar. Ya asentado en la universidad, Juan Luís trataba de concentrarse en sus clases, pero a medida que pasaban las semanas sin ninguna promesa de la liberación de Audemio, se ponía ansioso por su madre y sus hermanos. “Quería comenzar una buena carrera,” me dijo. “Pero todo iba cuesta abajo, así que fue cuando decidí dejar la universidad y ayudar a la familia”.
Juan Luís se reunió con Amparo y los niños en la ciudad turística donde ella había encontrado trabajo limpiando cuartos. Resultó que había un puesto disponible para un técnico de mantenimiento en el mismo complejo vacacional. A pesar de que Juan Luís no tenía mucha experiencia laboral, había podido demostrar que podía manejar trabajo eléctrico y cualquier otra cosa que pudieran necesitar de él. Ya en el trabajo, se dio cuenta inmediatamente de todo lo que su padre le había enseñado, y sintió el dolor de su ausencia agudamente. “En realidad, nunca pensé que estaría ubicada en el lugar en el que estoy,” me dijo, “básicamente tomando el papel de mi padre porque estoy tratando de enseñarles a mis hermanos lo bueno y lo malo.”
Miguel, quien tenía 15 años, la estaba pasando mal en su nuevo colegio de preparatoria, un colegio que era asombrosamente grande en comparación a la pequeña escuela de campo en Montana. Además de las habituales presiones sociales de la adolescencia, habían pandillas. Le rogó a Amparo que lo dejara ser educado en casa y eventualmente ella se rindió. Pero Amparo no hablaba mucho inglés, y en el tiempo que ella no pasaba trabajando para pagar la renta de 1,300 dólares, tenía a seis otros niños compitiendo por su atención. Con su propio trabajo de tiempo completo, tampoco había mucho que Juan Luís podía ofrecerle a Miguel de día, pero hacía todo lo posible para ayudarlo como podía. Dejando a un lado su propio futuro, Juan Luís se había quedado con Amparo y los niños durante el invierno y la primavera, ganando $18 por hora y entregando la mayor parte de su sueldo a Amparo. Juntos esperaban noticias de Colorado, donde Audemio aún estaba detenido.
En Colorado fue donde conocí a Audemio, en el centro de detención de ICE en Aurora en febrero de 2018. Estaba vestido con ropa de prisión, sentado en una pequeña sala de reuniones con una mesa y un par de sillas y paredes de concreto. Sus brazos gruesos y sus manos duras mostraban evidencia de años pasados arreglando cercas y trabajando con ganado, una vida vivida afuera y parado en dos pies. Rechoncho y poderosamente grueso, él tenía una barba negra y delgada que combinaba con sus ojos oscuros y bordeados con azul. Me dio un apretón firme de manos sin fanfarronada. Mientras hablábamos, miraba al suelo, murmuraba sus respuestas y perdía ocasionalmente sus pensamientos, como si estuviera a punto de dormir. Siete meses en prisión lo habían agotado, y el fajo de papeles en una carpeta manila sentadas su regazo parecía una fuente tanto de confusión como claridad. Entre los documentos se encontraba una orden de hace seis semanas para la liberación de Audemio una vez que hiciera un pago de 3,500 dólares, lo que debería haberle permitido esperar la decisión final sobre su caso en casa con su familia. Y sin embargo, aquí estaba detrás de las rejas. Después de que la Patrulla Fronteriza restableció su orden de remoción final en octubre de 2013, Audemio nunca había tenido mucho recurso legal. Una apelación de asilo de última hora presentada por un nuevo abogado no parecía que iba a ir a algún lado. Era probable que iba a ser deportado cualquier día.
Poco más de un año antes, había estado parado mirando el partido final de fútbol americano en el distrito, lleno de orgullo y asombro mientras una ciudad entera en Montana estallaba en celebración por Juan Luís, quien acababa de tumbar al mariscal contrario por tercera vez. En noches así, él sentía una sensación de perfección momentánea. Había recorrido un largo camino desde Michoacán, desde sus días recogiendo almendras, desde ese remolque fétido en Sidney. Incluso tenía su propio bote, que remolcaba hasta el embalse de Fort Peck los fines de semana para que los niños pudieran nadar. También había comprado un caballo, equipado con una silla de montar al estilo mexicano que había ordenado de Jalisco. Nombró al caballo Blacky, y cada vez que lo montaba, portaba un sombrero de vaquero con una banda de cuero y la palabra El Jefe inscrita encima. Audemio nunca les dijo a los niños en tantas palabras, pero ellos sabían que Blacky le ayudó a su padre a sanarse después de la trauma de su violación. Amaba a ese caballo y le encantaba vivir en el rancho de los Delps, por una razón más que todas: su único sueño real era estar junto a su familia, en Estados Unidos, donde después de décadas de lucha finalmente había logrado la vida que siempre había soñado para ellos.
Cuando le pregunté a Audemio cómo se sentía estar lejos de Amparo y los niños, bajó la cabeza y comenzó a llorar. Él dijo que había logrado hablar con ellos por un par de minutos cada día, pero se preocupaba por ellos y se sentía desesperadamente solo. “No puedo soportar estar lejos de ellos,” dijo. Le pregunté qué planeaba hacer si lo deportaban. Encogió sus hombros y sacudió la cabeza. En voz baja, dijo: “Volveré.”
Poco más de un mes después, en el 10 de abril de 2018, Audemio Orózco Ramirez fue deportado a México.
En una tarde soleada de julio en Morelia, la capital de Michoacán, conocí a Audemio en un apartamento que yo había rentado en la ciudad. Una clase de zumba se estaba terminando en el parque al otro lado de la calle. Los instructores lideraban el baile encima de una plataforma de piedra elevada debajo de estatuas de soldados de la Revolución Mexicana. Audemio llevaba puesto una camiseta azul y una gorra del equipo de la Universidad Estatal de Montana, jeans y botas de vaquero de punta cuadrada. Se veía como si fuera de Montana, listo para sentarse a horcajadas en un taburete en una taberna polvorienta o para agarrar un par de alicates para cercas. Llevaba tres meses en México y parecía sano y bronceado, con pecho barril, quizás incluso con una pequeña barriga. Su barba desaliñada había desaparecido y había sido reemplazada por un candado recortado cuidadosamente. Nos sentamos en la pequeña mesa de la cocina y mientras tomábamos unas cuantas cervezas hablamos de su vida, el impacto de regresar a México, la angustia de estar separado de su familia, y sus planes para el futuro.
Audemio había pasado los años formativos de su infancia en un rancho de ganado que su padre heredó de sus abuelos, quienes llegaron a México en la década de 1930 para escapar la Guerra Civil Española. El rancho queda cerca de Ario de Rosales, unas dos horas al suroeste de Morelia. La escuela no era una prioridad para la familia, ya que se esperaba que los niños trabajaran, y entonces Audemio nunca aprendió a leer bien, pero a él le gustaba la ganadería y fue una infancia pintoresca. Sin embargo, no fue sin sus dificultades. De adolescente, su padre se metió con otra mujer y sacó a Audemio y sus ocho hermanos, junto con su madre, Oliva, fuera del rancho. Los niños se mudaron con Oliva a Uruapan, donde ella cosía para mantenerlos. Años después, Audemio y su hermano mayor Roberto intentaron arreglar sus relaciones con su padre pero él había tenido hijos con su nueva esposa, y quedó claro que no les dejaría herencia. Entonces, como los tantos millones de mexicanos de su generación sin muchas opciones, Audemio partió hacia el norte y hacía la promesa de una oportunidad aparentemente ilimitada al otro lado.
Durante la prolongada ausencia de Audemio, Michoacán se había vuelto terriblemente violento. Uno de los hermanos menores de Amparo fue secuestrado en Ario de Rosales apenas un par de meses antes de que Audemio fuera deportado. Trabajaba en construcción y no tenía nada que ver con los cárteles, pero una de las pandillas lo había secuestrado aparentemente porque era de un pueblo rival y pensaban que era un espía. Lo mutilaron, lo decapitaron y lo arrojaron a la calle. Luego enviaron fotos del cadáver a su familia y las fotos llegaron hasta Sidney, donde Karina me las mostró cuando visité.
Este era el Michoacán al que Audemio había regresado, el que él había temido durante todos sus meses en detención. Aquí, tu familia era tu única protección, y Audemio casi no tenía a nadie. De sus siete hermanos vivos—Roberto había muerto en un accidente automovilístico en los Estados Unidos—solo un hermano, Martín, permanecía en Michoacán. Martín también había vivido durante muchos años en los Estados Unidos trabajando en construcción en Utah, pero fue deportado después de cumplir una condena en prisión por cargos de drogas. Ahora era dueño de una tienda de tacos en las afueras de Morelia y estaba pensando en meterse en el negocio aguacatero. Martín y Audemio se llevaban bien, pero apenas se conocían. Su padre todavía estaba en Ario de Rosales, pero él tenía poco que ofrecerle a sus hijos en términos de trabajo, protección u hospedaje. Los hijos de su segunda esposa estaban consumiendo drogas y metiéndose con las personas equivocadas entonces era mejor mantenerse alejados de ellos.
“Se siente bastante extraño estar aquí,” me dijo Audemio. “Ayer mismo recibí una llamada de los sicarios y no me hace sentir bien recibir esas llamadas.” Una pandilla local en Ario de Rosales acusó a Audemio de trabajar con la policía en nombre de una pandilla rival para poder identificar a sus miembros, y ahora sus sicarios lo estaban llamando para advertirle. Audemio estaba desconcertado. “Cuando vivía aquí antes, no había ninguna de estas cosas,” dijo. Ahora, estaba viendo cuerpos en las canaletas, cortados por machetes, o cortados y metidos en bolsas de basura y arrojados a la calle. “La gente no dice nada sobre lo que ven,” dijo Audemio. “Ellos ven, pero no saben nada.”
Audemio no estaba trabajando. La única vez que trató de ganar un poco de dinero ayudando a un amigo a transportar aguacates, el camión que conducían fue secuestrado por pandilleros con AR-15s y AK-47s. “Tenían granadas y todo,” dijo Audemio. Aunque en los últimos años Morelia había tenido grandes avances en el mejoramiento de la seguridad en la ciudad, el campo aún seguía en guerra, y las milicias de carteles operaban a simple vista, andando en convoyes de autos con ventanas oscurecidas y sin placas. Mientras tanto, en el campo, la policía usaba máscaras a menudo por temor a ser reconocidos y sus familias asesinadas. Muchas unidades policiales estaban involucradas, o tan aterrorizadas que no bajaban de sus camiones, o ambas. A pocas horas, en el pueblo de Ocampo, la policía estatal arrestó recientemente a 30 oficiales de policía municipales por ayudar a llevar a cabo el asesinato de un candidato a la alcaldía, uno de 132 candidatos que fueron asesinados en las recientes elecciones. Después de tanto tiempo en los Estados Unidos, Audemio no estaba preparado por el estrés diario y el peligro de tener que navegar el campo de Michoacán. Se había mudado temporalmente con Martín, y estaba planeando salir hacía a la frontera lo más antes posible.
“Extraño a mi familia,” sollozaba, tomándose unos minutos para recuperarse. “Nunca había estado tan lejos de ellos hasta que todo esto me sucedió.”Se sentía especialmente devastado por estar lejos de su hijo, Brayden, quien nació en Montana en 2017. “Tenía solo 6 meses cuando me arrestaron.”Lo peor de todo fue la vergüenza de no poder proveer para su esposa y sus hijos. La vida de Audemio fue definida por su papel como un hombre trabajador de familia. El dinero de la demanda se le había acabado. Él se había comprado una camioneta para él con el dinero y otro como regalo de graduación de Juan Luís. El resto se le fue pagándole a los abogados por un caso fallido de asilo de última hora y cubriendo los gastos de la familia durante su detención. Ahora estaba en la incómoda posición de tener que pedirle préstamos a sus amigos y familiares.
A pesar de haber recibido varias advertencias en 2011 de que se le había prohibido volver a entrar en los Estados Unidos, Audemio aún se sentía confundido por su deportación. “Nunca pensé que me iban a echar, porque cuando me entregaron los papeles”—el permiso de trabajo y la orden de supervisión—”me dijeron que si no cometía ningún delito, no tendría ningún problema. No fue hasta que inauguraron al nuevo presidente que cambiaron la ley para quitarle papeles a la gente y deportarlos. Ahí fue cuando me agarraron,” dijo. Refiriéndose al registro mensual que iba a hacer el día de su arresto, dijo: “Si hubiera sabido lo que iba a suceder, nunca habría vuelto a aparecer. Habría ido a otro estado, y ellos no habrían hecho nada, como cuando alguien llega ilegalmente a un país y no hay registro.”
Aparte de la violación que
nunca fue reconocida, la historia de Audemio es trágica solamente en su carácter
ordinario. En respecto a casos de inmigración, el suyo no es complicado: él cruzó
ilegalmente varias veces, fue arrestado y deportado varias veces, y en el
proceso perdió el derecho a tener una audiencia ante un juez. Tomando en cuenta
esto, es sorprendente que Audemio haya durado tanto tiempo en los Estados
Unidos. Viven en los Estados Unidos aproximadamente once millones de
inmigrantes indocumentados—alrededor de una de cada 30 personas y una de cada
15 en la fuerza laboral—una cifra que no ha cambiado mucho en los últimos años
y que puede estar disminuyendo. La aplicación agresiva de la ley durante la
presidencia de Obama, ahora redoblada bajo Trump, en casos como el de Audemio y
muchos otros parece haber causado un sufrimiento incalculable sin ofrecer algún
beneficio medible.
Entre los mexicanos, las tasas de inmigración legal e ilegal a los EEUU han disminuido rápidamente en la última década. Hubo más de un millón de detenciones a lo largo de la frontera de EEUU con México en 2005; ya en 2014, ese número había bajado a menos de 230,000. Los investigadores académicos sobre la inmigración atribuyen la caída a una variedad de factores, incluyendo una seguridad fronteriza más eficaz bajo Bush y Obama, la disminución de las tasas de natalidad en México, y los efectos persistentes de la Gran Recesión y el crecimiento en la economía mexicana. De cualquier modo, la crisis de inmigración ilegal de la que Trump y republicanos se quejan simplemente no existe. Lo que si existe es un fracaso generacional en cuanto a reformar el sistema de inmigración estadounidense para garantizar que personas como Audemio puedan vivir y trabajar en los Estados Unidos sin quedar atrapados en un aparato de cumplimiento de ley que es costoso, traumático y, en última instancia, inútil.
Este fracaso existe junto a una economía que se beneficia de 11.6 mil millones de dólares anuales en pagos o gastos de impuestos de inmigrantes indocumentados. Es extremadamente difícil darle un valor en dólares a la mano de obra de inmigrantes indocumentados, pero la controladora de California estima que la mano de obra de los trabajadores indocumentados representa 180 mil millones de dólares al año para la economía del estado—aproximadamente equivalente al producto interno bruto de Oklahoma en 2015. Vale la pena señalar que California, que ha sido frecuentemente atacado por Trump y republicanos conservadores por sus ciudades santuario, alberga al 21 por ciento de todos los inmigrantes indocumentados. La posición del Centro Presidencial George W. Bush en Dallas, Texas, que fue fundada por el presidente republicano, muestra cómo el Partido Republicano ha cambiado su posición sobre en el tema en los últimos años. El centro aboga enérgicamente por la reforma migratoria que Bush pidió durante su presidencia y afirma que “casi 11 millones de inmigrantes indocumentados y sus familias viven y trabajan en los EE.UU., Contribuyendo significativamente a nuestra economía. Deportar a todos ellos es impráctico, caro, e inhumano. Una solución razonable que permita que los inmigrantes indocumentados quienes respetan la ley vivan y trabajen aquí legalmente es imperativa en cualquier reforma migratoria hecha seriamente.” En cuanto a las visas temporales agrícolas, de las cuales Audemio podría haber beneficiado, la página web del centro dice: “Los límites son demasiado bajos para satisfacer la demanda del mercado. El proceso es demasiado pesado para que valga la pena usar el sistema legal de la visa.”
Mientras tanto, en una era de caída en niveles de delincuencia, la industria de prisiones privadas se ha aprovechado del potencial de crecimiento en el mercado de detención de migrantes. GEO Group, que opera las instalaciones de Aurora, es la compañía de prisiones privadas más grande del país y una de varias contratadas por el gobierno federal para guardar a miles de inmigrantes detenidos quienes esperan sus fechas judiciales o procedimientos de deportación o ambos. GEO contribuyó cientos de miles de dólares a organizaciones a favor a Trump durante las elecciones de 2016 y donó 250,000 dólares para su inauguración, alentado sin duda por el eslogan de “¡Construyan el muro!” de Trump y sus promesas de reducir niveles de inmigración. Trump cumplió: En 2017, su primer año en el cargo, ICE proyectó un aumento en las camas de detenidos del 26 por ciento, a 51,000, la mayoría en instalaciones privadas como la de Aurora. En total, ICE gasta entre 2 mil millones de dólares y 3 mil millones de dólares anualmente en la detención de inmigrantes, en promedio a un costo diario de aproximadamente 208 dólares por cama. Por la estadía de Audemio en el centro de detención de Aurora, donde estuvo por casi ocho meses, ICE le habría pagado a GEO alrededor de 51,000 dólares. En promedio, a los contribuyentes les cuesta alrededor de 213,000 dólares detener, procesar y retirar a un solo inmigrante indocumentado, según el Centro de Investigación Bipartidista.
Aunque los arrestos de presuntos inmigrantes indocumentados se han disparado bajo Trump, las tasas de deportación han disminuido en parte por la sobrecarga en los tribunales de inmigración. Según los datos más recientes compilados por el proyecto de inmigración Transactional Records Access Clearinghouse en la Universidad de Syracuse, actualmente hay una acumulación creciente de 768,00 casos—un aumento de más de 220,000 o casi un 40 por ciento desde el final del mandato de Obama. Eso significa que los migrantes detenidos están pasando más tiempo tras las rejas, esperando su día ante uno de aproximadamente 400 jueces de inmigración en el país, cada uno del cual ahora se enfrenta a un promedio de más de 1,700 casos por año. En un año, los jueces solamente completan alrededor del 35 por ciento de sus casos—lo que significa que si no se agregan casos nuevos, aún tomaría años terminar los que existen. El Centro de Investigación Bipartidista estima que la acumulación actual no se borrará hasta el 2040. Al duplicar el número de nuevos jueces de inmigración en el banco se eliminaría el expediente en 2019, a un costo de 400 millones de dólares—menos del 2 por ciento del precio de 25 mil millones de dólares del muro fronterizo.
Expulsar a inmigrantes indocumentados no impide de que regresen, incluso cuando las penalidades son severas. Los detenidos no criminales que vuelven a ingresar después de una expulsión formal pueden ser sancionados con multas de miles de dólares y con hasta dos años de prisión; las personas con delitos menores o delitos agravados pueden ser condenados a prisión por hasta 20 años. Entonces, ¿por qué lo hacen? ¿Por qué volver una y otra vez a pesar de los riesgos, y a pesar de las consecuencias?
Más a menudo, la razón principal más que cualquier otra es la familia. Según un estudio realizado en 2016 en la Universidad de California, Davis, “estar separado de sus familias en los Estados Unidos es el factor más significativo influyendo la intención de regresar de quienes son deportados... Los deportados con un cónyuge y un hijo dependiente son cuatro veces más propensos a regresar que los que no tienen familia en los EE.UU., a pesar de las sanciones graves en caso de ser arrestados.” Extrapolando los hallazgos a los casi 80,000 padres de niños nacidos en EE.UU., el estudio calculó que “entre 18,676 y 31,126 volverán sin documentación para reunirse con sus familias.”
Y eso, finalmente, es el aspecto más trágico de la historia de Audemio—la dimensión que lo conecta firmemente con el país en el que él ha luchado por vivir y que al fin lo ha rechazado. El impulso tan profundo de Audemio para formar una familia y permanecer junto a ellos es algo que ningún estadounidense podría negarse a si mismo. Ningún muro, ninguna multa, ninguna amenaza de encarcelamiento, ninguna política “disuasoria,” por draconiana que sea, impediría que Audemio intente reunirse con sus seres queridos. Cuando hablamos en Morelia, me dijo rotundamente que no tenía intención de quedarse en México. “He vivido en muchos lugares. Montana es el único lugar donde quiero vivir,” dijo. Planeaba irse a la frontera el día siguiente.
La mañana siguiente, Audemio y
Martín me vinieron a recoger para salir a almorzar. Él había traído una maleta plástica
grande que había tejido de bolsas de basura y de papas fritas en prisión, llena
de baratijas que había hecho de los mismos materiales para llevar a su familia.
Adentro, habían botas pequeñas, sombreros de vaquero y pequeñas sillas de
montar con cuerdas cuidadosamente enrolladas, pequeños machetes de plástico, e
hilos. “¿Cómo sabías hacer estas cosas?” Le pregunté, impresionado con su
obra. “Lo inventé,” me dijo.
Lo inventé. Nos sentamos en el Honda Civic de Martín y fuimos a comer birria al lugar favorito de Martín, donde la señora que trabajaba con el comal lo conocía y nos traía dos tortillas de maíz tan pronto cuando estaban listas. Luego, fuimos a tomarnos una michelada en un lugar moderno con mesas de madera contrachapada lacada y raspados recubiertos con dulce tamarindo. Audemio se veía feliz con su camisa metida en sus pantalones, portando una gigante hebilla de cinturón y con su bolsa de lona en su hombro.
No había mucho que celebrar. A Audemio le quedaba a un viaje de más de 30 horas en autobús por tierra llena de carteles. En cualquier punto del camino podría ser arrancado del camión y atracado, o peor. Su acento fuerte de Michoacán lo causaría sospecho al salir del estado. Si fuera a llegar a la frontera tendría que encontrar un coyote y luego tendría que cruzar, ¿y luego qué? Dijo que se reuniría con Amparo y los niños y recuperaría su antiguo trabajo. Parecía confiado. “Te veré en Montana,” me dijo mientras agarró mi mano con fuerza.
La noche siguiente, 1,500 millas al norte, en Tijuana, Audemio fue atracado por tres hombres que se robaron todo lo que él tenía, menos su celular, que había dejado en la habitación donde se alojaba. Él llevaba 5,000 dólares en efectivo y la mayoría del dinero era prestado porque había planeado buscar un coyote y calculó que debería estar listo para pagar cuando sea. “Ya tenía el cuchillo en el cuello incluso antes de que los viera,” me dijo. “Me robaron todo.”